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domingo, 19 de junio de 2011

Capítulo 12: Chris


Chris y yo habíamos sido muy buenos amigos. Los mejores del mundo. Nos conocíamos desde pequeños, y siempre estábamos juntos. Algunas tardes, él venía a casa, otras iba yo a la suya. En parvulario decíamos que nos íbamos a casar. Cuando él comenzó a decir "las chicas dan asco", se refería a todas menos a mí. Conmigo seguía jugando, más incluso que con sus amigos.
Nos lo contábamos todo. Él me decía si se había enfadado con tal o cual persona, si sus padres le habían reñido por las notas... Yo siempre le consolaba, tratando de usar la imaginación para ello. Fue con él con quien comencé a escribir. Le contaba historias que no se harían jamás realidad, pero ambos disfrutábamos soñando con ellas.
El problema comenzó cuando nos hicimos algo más mayores. La adolescencia nunca es buena para un chico y una chica que siempre han sido amigos; en uno u otro momento, sus intereses cambian, o su forma de ver las cosas. Cambian los amigos. Cambia el ambiente. Cambian ellos mismos.
Eso fue lo que ocurrió conmigo.
Chris ya no me parecía el amigo que siempre fue; ahora le veía con otros ojos. Se me disparaba el pulso cuando me daba un abrazo, me sentía aliviada al verle llegar a mi casa para recogerme, andando con el mismo paso lento y absorto de siempre. Se paraba ante la fachada de mi casa, miraba hacia mi ventana y sonreía al verme mirándole. Alguna vez me había llamado en voz alta: "¡Eh, Julieta! ¿No bajas?" Si hubiera sabido el valor que aquellos comentarios sin importancia tenían para mí, quizá no hubiera dicho nada. Y así, mis esperanzas no se habrían roto todas de golpe.
A mí, él me defendía siempre. Cuando un chico me tiraba del pelo o me quitaba el almuerzo a la hora del recreo, él se acercaba y trataba de convencer al atacante, con buenas palabras, de que me dejara en paz. Si las palabras no servían, Chris conocía otros métodos de persuasión. Al cabo de un tiempo, una palabra amable de Chris conseguía mantener la paz. Semanas después, la paz se mantenía sola, y yo ya no necesitaba la defensa.
El problema comenzó al hacernos mayores.
-Estás cambiado-le dije, un día en que estábamos sentados en los sofás de mi casa, callados, sumidos en nuestros pensamientos.
-Tú también-respondió él.
-No es cierto. Yo contigo estoy igual que siempre-me defendí.
Era cierto que Chris había cambiado. Ahora pasaba todo el tiempo con sus amigos, salía de noche y no regresaba hasta la mañana siguiente, fastidiaba a niños más pequeños que él y se dedicaba a fumar, aunque yo sabía bien que no le gustaba el sabor del tabaco. Algunas veces trataba de invitarme a las fiestas a las que iba, o me intentaba convencer para que saliera con sus amigos y con él, junto con sus nuevas amigas. Yo me negaba rotundamente. No me gustaba el aspecto de los amigos de Chris, ni el de sus fiestas. A sus amigas ni me acercaba; desconfiaba de ellas más que de nadie.
Aun así, no era del todo cierto que yo siguiera igual. Desde hacía un tiempo, cuando estaba a su lado no podía evitar notar el color brillante y almendrado de sus ojos castaños, como si se concentrara en ellos pasión e inseguridad al mismo tiempo, el centelleo de su sonrisa al recordar algo divertido, su siempre interesante conversación. Todo era distinto, ahora, aunque al mismo tiempo, exactamente igual que antes. Sin darme cuenta, comenzaba a imaginar historias que yo sabía que jamás ocurrirían; traté de sacármelas de la cabeza, pero me fue imposible. Las historias volvían, una y otra vez, en sueños o cuando estaba despierta, con el tirón irresistible de la irrealidad.
Sin embargo, yo nunca dije nada. Él no parecía sentir lo mismo; estaba segura de que no lo sentía en absoluto. La gente nos asediaba constantemente con rumores, como si, al crecer, nuestra amistad hubiera de convertirse en algo más o desaparecer para siempre. Chris siempre decía que no había nada... yo callaba.
Un día, Chris apareció en el colegio acompañado de una de sus "amigas", Sidney Wilcox. Aquel día no me había pasado a recoger como siempre, y tuve que ir sola al instituto. Cuando llegué, y vi la mano de Sidney entrelazada con la de Chris, lo comprendí todo.
Comprendí que Chris y yo no iríamos juntos al instituto nunca más.
Comprendí que él nunca había sentido lo mismo.
Comprendí que, si salía con Sidney, era para alejarse de mí.
Y sentí como si un montón de rocas cayeran todas de golpe en mi estómago. Al cabo de unos meses, éstas se convirtieron en simple gravilla: ya no la sentía, pero, de vez en cuando, un leve dolor me recordaba que seguía ahí, en alguna parte.

Pasó medio año. Chris y yo no nos dijimos una sola palabra en todo aquel tiempo. Él rompió al cabo de poco con Sidney, pero tras ella vinieron muchas otras, y casi todas de la clase: Emma, Laura, Bethany, Kylie... Se sucedían sin fin. Algunas eran de nuestra edad, otras de uno o dos años menos. Él les pedía salir, y todas sin excepción aceptaban. Aunque me convencía de que le odiaba y de que jamás me había gustado en realidad, en el fondo pugnaba por saber si yo sería la siguiente chica de su lista.
Entonces fue cuando mis padres tuvieron el accidente que acabó con su vida. Yo no quería comer, ni hablar de ello con Sharon-que, por entonces, comenzaba a ser mi mejor amiga-o con mi tío Matthew, mi tutor tras la muerte de mis padres, ni tampoco dormir; desde luego, ni hablaba de ir al colegio. Permanecía encerrada en la habitación de invitados de la casa de mi tío y me empeñaba en pensar que seguía en mi cuarto, con mis padres al fondo del pasillo. Me sentía culpable por no haberme despedido, vacía y sola. La pena me desgarraba por dentro, y yo la odiaba, porque era como una muestra de que mis padres habían muerto, y de que no podía hacer nada por evitarlo.
Sin embargo, no lloré ni una sola vez, hasta el día del funeral.

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